
Muy pocas veces en la vida me entran ganas de volver a tener 13 años. Como ya comenté en un post anterior, la tan mitificada adolescencia me parece la peor etapa vital. Pero hay que reconocer que una de las pocas ventajas de la pubertad está en que es más fácil caer rendido ante algo y dejarse atrapar por el entusiasmo, la pasión de un conocimiento nuevo.
Cuando, después de una noche en vela, la que pasé leyendo Soseki Inmortal y Tigre, el nuevo libro de Dragó, di la vuelta a la última página y cerré los ojos haciendo como que iba a dormir, pensé en la rabia que me daba no haber leído ese libro 25 años antes, cuando todo lo que se contaba hubiera constituido un mapa de indicaciones para seguir investigando, una especie de sortilegio que abriera las puertas de la percepción y el conocimiento. Pero no, me equivocaba. La vigilia no me dejaba pensar con claridad. Lo que había sentido descubriendo Soseki Inmortal y Tigre era idéntico, aunque ahora estuviera más cerca de la menopausia que de la menarquia, que lo que había experimentado la primera vez que leí “Siddhartha”, “La Isla” de Huxley, “La Isla del Tesoro”, “Alicia en el País de las Maravillas” o algunas partes de “Gárgoris y Habidis” (al que entonces no conseguí hincar el diente completamente). Era evidente ¿qué hacía despierta a las 5 de la mañana, leyendo sin parar? ¿por qué tenía esa excitación del descubrimiento, de la primera vez? El libro me había seducido y me había regalado esa experiencia adolescente, ahorrándome los cambios de humor, el acné y las inseguridades.
Dentro de unos días, se podrá ver en Las Noches Blancas mi breve comentario sobre él. Supongo que habrá quedado torpe, así que aunque me repita, me gustaría ahondar en lo que digo allí. Comentaba que de él se pueden extraer dos enseñanzas fundamentales que, en mi opinión, definen a un Dragó que no todo el mundo conoce y que aquí se muestra sin pudor. Se trata de su capacidad para cuestionarlo todo, para no dar nada por hecho y no dejarse amedrentar por la autoridad y esa facilidad suya para sacar algo bueno (esta novela) de lo terrible (la muerte de Soseki). Lo primero es una constante en el libro. El abuelo le enseña a su nieta muchísimas cosas, le habla de filosofía, de historia, de leyendas… pero la enseñanza fundamental es la de desaprender lo aprendido, forjar un camino del saber propio. Lo segundo, esa capacidad para darle la vuelta a la vida, algo que todos sabemos en teoría pero que muy pocos tienen la determinación de hacer, es otro de esos rasgos que hacen que quiera y admire a Dragó.
Llegados a este punto, dejemos las cosas claras. Es evidente que Fernando Sánchez Dragó tiene miles de seguidores que le idolatran y también cientos de detractores que no le pueden soportar. Y, de hecho, es bastante frecuente que tenga que explicar porqué me gusta tanto y porqué le tengo tantísimo cariño. Comento esto porque sí, efectivamente, escribo este texto desde el corazón. Yo conocí a Soseki, viví el dolor de Dragó y Naoko por su muerte. Descubrí junto a ellos, José Girl, Bunbury y Javier Colis las huellas en la mesa del centro de Eleusis y de ahí salió un cuento que tengo el honor que él haya decidido que aparezca en el libro. Viví esa herida profunda casi de primera mano y yo misma sufrí por Soseki y por ellos dos.
El libro lo leí antes de volver a ese centro iniciático que Dragó planea abrir y que aún está en pañales, pero que ha empezado a dar sus primeros frutos. En mi caso, debo decir que llegué de una manera la noche anterior a la presentación del libro en la Iglesia del pueblo y 48 horas después salí de allí transformada, con la sensación de que habría un antes y un después en mi vida. Ignoro si será así, pero el simple hecho de sentir eso, ya es suficiente.
Durante esas horas hubo muchos momentos mágicos, pero el que quizá ayuda a entender mejor de qué estamos hablando es el del bautizo de Sensei, el hermano de Soseki. Fue una ceremonia corta e íntima. Los seis que asistimos al acto nos emocionamos. Todos teníamos en común el amor por Dragó y Naoko, por Soseki y, a partir de entonces, por Sensei. Eso ya es un rasgo definitorio, pero también lo es tener la sensibilidad y la capacidad para el juego de hacer de esa liturgia algo completamente serio; sólo los niños y algunos adultos como nosotros seis son capaces de “jugar” con esa solemnidad. Dragó improvisó unas palabras, que repitió porque no le convencían, Alicia Mariño (autora del haiku que sirve de epitafio en la tumba de Soseki y madrina de Sensei) ejercía su papel con absoluta ceremonia como la Alicia de Lewis Carroll que es. Naoko, la sabia y dulce Naoko, miraba la escena con ternura; Elena Figueroa sostenía la pila bautismal llena de champán y después pensé que hubiera sido perfecto que cantara algo a capella, como sólo ella sabe hacer; el Bárbaro Ramón Blecua, uno de los nuevos colonos de Castilfrío, había hecho un alto en sus periplos de nómada para asistir a la ceremonia y daba un aire de solemnidad al acto, ataviado con su capa negra; y yo, allí estaba, acordándome de ese día en el que allí mismo, en ese jardín presidido por un Buda, Soseki dejó sus botas de siete leguas para convertirse en un tigre de luz.